Pastel de queso inglés.
- Edgar
- 17 jul 2018
- 5 Min. de lectura

Para Fátima, porque eres la primera en leerlo.
Lázaro tenía una sola tarea ese turbio viernes de octubre. En el que las nubes lloraban una pequeña briza de agua de tierna tibieza. Su madre le habría dado los últimos trecientos pesos del gasto para comprar el pastel de queso que tanto amaba Don Gustavo, padre del muchacho. Apenas el distinguido señor, respetado por todos, contaba los cuarenta y cinco otoños. Una edad complicada, pues se sentían los pesados rastros de veinticinco años de trabajo en una fábrica de dentífrico, pero se avistaba aún lejana la pensión de adulto mayor. Doña Eugenia, que era un poco más joven, acostumbraba a apartar siempre un poco del salario de su marido para alguna menudencia suya, comprar sus cajitas de polvos para la cara, hacerse de nuevos utensilios para el quehacer del hogar, o pintarse las canas que desde su cuarta década había brotado como maleza en un jardín floral. Sin embargo, en esta ocasión, con motivo del aniversario del natalicio de su esposo, guardo su dinero no solo para organizar una ostentosa comida entre compadres, sino que también, mandaría de encargo a la pastelería más cotizada de su colonia, una de esas tartas de queso al estilo inglés que, desde que Don Guillermo tiene memoria, disfrutaba la feliz pareja en sus tardes de cómplice soledad.
Don Guillermo no llegaría a su casa hasta las cuatro de la tarde, a veces era puntual, en otras ocasiones se adelantaba un poco, por lo que Doña Eugenia esperaba el arribo de su marido a las cuatro menos cuarto. Su ya cotidiana procrastinación le había hecho retrasarse, por lo que, marcada la primera hora de la tarde, en su antiguo reloj cucú, estaría echando, apenas, la sopa de pasta en su cacerola con agua hervida. A la una y media, los compadres Don Felipe y Doña Margarita -que apadrinarían a Lázaro en su bautizo, tres años y primera comunión- llegaron a casa de los Tarso Macías con un aderezo exquisito de parmesano y alcachofas y una botella de Gran Reserva Don Simón. Doña Eugenia Macías, desesperada, tenía, aún, que preparar la lasaña, revolver la ensalada y recoger su pastel. Pero el tiempo la perseguía y mientras procuraba que sus coditos no se quemaran decidió delegar a su hijo Lázaro, su único retoño, la comitiva de traer el postre, de la pastelería al hogar.
Dio, entonces, Doña Eugenia, a las tres menos cuarto, una orden y dos billetes: Nezahualcóyotl y Sor Juana. <<El pastel está a mi nombre, te lo darán en una caja. Por favor, no demores, los invitados van a llegar en menos de lo que esperaba.>>
Lázaro Tarso, salía de su casa con la pereza entre sus hombros. Mientras cruzaba la puerta, veía el automóvil de Mónica Macías y su marido aparcando justo frente a la fachada del #12 de la calle Tlaxcaltecas Norte. Mónica invitada por su hermana no tenía una excelente relación con su cuñado, pero aún así, esperaba poder probar ese delicioso pastel del que tanto se hablaba en la colonia.
Despidiéndose de su tía con un grito, Lázaro corría hacia el local de Rosaura, la pastelera de ochenta y siete años de edad, que, desde la época de Miguel de la Madrid gozaba de mezclar harinas y masas para alegrar los comedores de las familias de la Colonia De La Cruz.
La bollería se encontraba a dos extensas manzanas, para Lázaro habría sido un viaje cómodo si no se hubiera precipitado, entonces, una brisa de gotas tibias sobre su rostro. Aún no se trataba de una tromba tropical, pero sí resultaba molesto caminar entre la neblina y el agua, más cuando se tiene anteojos, que, por orden del oftalmólogo, no se podía quitar “¡Ni para ducharse!”.
Las calles de la colonia, para colmo, ocultaban diversos obstáculos, embocaduras y socavones, que, Lázaro en su limitada agilidad, tenía que esquivar para no resultar herido.
Llegando a la pastelería “El Deleite”, Lázaro recorrió las puertas de vidrio transparente y se secó los pies en el tapete de lana que describía “Bienvenido” en tipografía rosada-percudida. En el mostrador, había una muchacha de cara fina cubierta en una delgadísima capa de grasa facial. Le pareció atractiva, lo suficiente para olvidar a lo que había ido a aquel establecimiento.
-¿Te puedo ayudar en algo?- decía la muchacha con sus labios rojos y sus cejas pobladas en tono neutral.
-Eehm.. no.– dijo Lázaro mientras la chica encorvaba la ceja -Digo… ¡sí! Vengo por un encargo.-
-¿A nombre de quién?- preguntaba la chica con los ojos viendo al techo.
Después de dar toda la información, la muchacha mando a traer la caja de regalo en la que vendría el pastel para Don Guillermo Tarso. Fueron quince minutos de espera, para Lázaro fueron incómodos, para la chica molestos.
El jovencito con toda intención, forzaba una conversación con la muchacha de mejillas hermosas y piel morena. Sin embargo, esta, fingiendo leer su libro de encargos, esquivaba todas sus preguntas respondiéndolas con monosílabos.
-¿Cual es tú nombre?- Insistía Lázaro.
-María- Comentaba la muchacha a regañadientes.
Acabada la espera, por una puerta de madera, salió una mujer tan maltratada como las paredes por la humedad y entregó a Lázaro una caja de color guinda, la cual, al abrirse, develaba un pastel de cobertura blanca y una leyenda de letras rojas que decían “Felices 45 Memo”.
Lázaro intento seguir la conversación con la cajera, inclusive aún cuando la anciana había abandonado y regresado al aparador un par de ocasiones, aún cuando la brisa se había vuelto tormenta, aún cuando el reloj marcaba las tres y treinta.
Al ver el pequeño reloj que tenía la muchacha a sus espaldas, Lázaro palideció. Tal fue su susto, que, al correr hacía la salida fue detenido por el grito chillón de la señorita que, por la desesperación, ya no le parecía tan atractiva. <<¡Son trescientos pesos, gañan!>>
Pagado el pastel, el muchacho se encarrero por las banquetas abolladas de la Colonia De La Cruz. Daba zancadas lo más grandes que podía. La lluvia ya no era ni tibia ni suave, eran balas heladas que punzaban su rostro y azotaban su pecho. Había cubierto la caja del pastel con la sudadera que nunca se quitaba, más ahora, era una situación extraordinaria. La primera cuadra fue eterna para él, no faltaba mucho para llegar a su casa, empapado, pero con su misión cumplida y finiquitada. La presión era un inconveniente aún mayor que la tormenta y los baches. Su padre no tardaba en llegar y a él todavía le quedaban algunos minutos bajo la lluvia. “¡Maldita sea, todo por esa muchacha!” Pensaba con un ardor estomacal y una helada sensación en la ingle.
Delante de él, veía la última esquina en la que tenía que virar antes de llegar a su casa, sintió el triunfo más cerca que nada y justo cuando pasaba junto al poste que sujetaba el semáforo, Lázaro Tarso Macías piso en la ausencia de un adoquín. Su tobillo se dobló, sus rodillas se rasparon, su brazo se quemó con la tierra mojada, pero para su infortunio, la caja color guinda con el pastel de su padre se estrelló en el suelo empapado de la calle Tlaxcaltecas Norte.
Mientras la sangre corría por sus piernas, y las lágrimas de sus mejillas se confundían con la lluvia y el granizo, Lázaro veía como la cubierta blanca y las letras rojas se limpiaban de la banqueta con las corrientes de agua. Como el pan se confundía con la mezcla de lodo. Como su sudadera favorita se poscaguaba. Y como la caja, ahora de un color grisáceo, se deshacía justo frente a él.
Allí estaba, Lázaro Tarso, sentado, empapado, triste, deshecho. Fracasado. Un viernes tormentoso de octubre se había quedado sin pastel, sin dinero, sin dignidad. Y mientras tanto, en el número 12 de la Tlaxcaltecas Norte. La casa de los Tarso Macías. Tres parejas lo esperaban ansiosos, pues el pastel era lo único que, en aquella fiesta de cumpleaños, hacía falta.
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