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Un tulipán inmortal.

  • Edgar ♥
  • 16 nov 2018
  • 4 Min. de lectura

En el edificio número 2 de la zona residencial “Las Acacias” recordaban a doña Matilde por ser una excelente jardinera. La azotea, donde se suponía se lavaba y tendía la ropa de todos los habitantes de aquellos departamentos, estuvo siempre repleta de los pequeños huertos que la anciana, hasta el día de su muerte, solía cuidar. Nadie nunca intentó siquiera retarla a despejar el techo de sus plantas y flores, pues, además de ser la más antigua de los residentes, también era la más querida ya que siempre tuvo con sus vecinos un carácter amable y pacífico. Su apartamento, el número seis del edificio, siempre expelía un olor a caramelos y citronela que recorría por todas los pisos y puertas del lugar.


Fue una mujer cálida, entrañable, cordial y afectuosa. A tal grado que cuando Martín Esquivel, hijo de Silvana Ortega, quebró una de sus macetas, jugando al “explorador” en el tejado, le perdonó el incidente y le obsequió un par de barras de palanqueta. El 31 de agosto del 2014, la madre del muchacho la recordaría en su funeral como una mujer con la que se podía tomar el café todos los jueves y a la que siempre se le podría pedir una ramita de Hierba Santa para cocinar.


Luz María del Castillo, una mujer de la tercera edad que vivía en el 7, haría una reflexión en el velorio de doña Matilde. “Mi mejor amiga: no podré imaginar a su departamento sin el aroma a yerbabuena que siempre traía después de visitar sus huertitos.”


Don Marco Antonio Alcántara, opinó que la muerte de Matilde Aureoles era un mensaje de Dios Todo Poderoso para todos los vecinos, pues este era un ejemplo del ciclo de la vida y que tarde o temprano, poco a poco todo muere. Andrea Rosario, que vivía desde su nacimiento en el número tres, discreparía de su padre, pues, ella sabía de una extraña planta que, desde que ella era niña, veía en la entrada de la difunta y nunca se habría marchitado. Magdalena Ramírez, madre de la muchacha, confirmaría la historia mientras se metía a la boca una orejita de pan: “¡Claro! En una cubeta con tierra tenía un tulipán, lo regaba todas las mañanas, siempre hablaba con él y que nunca se le moriría.”


Ezequiel Bolaños, el nuevo residente del cinco, y que apenas dos meses antes había conocido a la difunta, pensaba que la historia no solo era absurda, sino un caso de demencia colectiva. “Estoy seguro de que la planta era cambiada constantemente”. Pero Alfonso y Rita Solórzano, dos hermanos que desde hace un par de años vivía juntos en el número ocho, explicaron que en algún momento habrían preguntado a la anciana cual era el secreto de aquel tulipán y que ella solo había respondido que era “agua, sol y amor.”


“¡Ridículo!” Respondió Ezequiel Bolaños, cuya intuición científica le prohibió ceder ante los intentos de persuasión de sus vecinos. Pero Margarita Cortés, vecina del uno y portera del edificio, sabía que, aunque la obstinación del muchacho no le permitiría darle la razón a cualquiera de ellos, la historia era verdadera y fidedigna, pues, Susana Ibarra, la anciana del dos, que rumoreaban algunos, era bruja, decía que, en ciertos casos, las vibras de una persona determinaban cuanto vivían las plantas que hay en una casa.


“¡Esas son estupideces fantásticas! Esa mujer murió y de igual forma lo hará su horripilante tulipán” Neceaba el muchacho Ezequiel. Al instante todos los asistentes al velorio habían olvidado el inmenso ataúd de madera que yacía frente a ellos y comenzarían una disputa científica, botánica, ética y religiosa. Los gritos e insultos no faltaron, todos delante del imperturbable cadáver de doña Matilde Aureoles que, hasta hace dos días, aún regaba su hermoso tulipán rosado a la misma hora de la mañana; cuando la señora del Castillo barría su entrada, cuando Margarita Cortés hacía su ronda mañanera, cuando los hermanos Solórzano se dirigían a la universidad y el muchacho Esquivel a la secundaria. Y por detrás del apasionado enfrentamiento, una voz sobresalió de entre el bullicio. Resultaba ser la hija de doña Matilde, una mujer de la mediana edad, que desde hace años pagaba los caprichos y la jardinería de su madre.


"Si buscan resolver el misterioso caso de la mágica flor e inmortal de mi pobre madre, deberían dejarse de estupideces y supersticiones o cuentos de brujas y vibras. A nadie aquí le importa su estúpida ciencia o sus conjuros místicos, ¡es un velorio, carajo! ¡Están en presencia de Dios! ¡ESTÁ EL CUERPO DE MI MADRE! Ahora, por favor, déjense de burradas; si quieren quedarse en la ceremonia, deberían comenzar a callarse." Hasta este punto, los asistentes al luto habían perdido toda exaltación, algunos por el contundente discurso de la hija, otros por vergüenza. Sin embargo, ahora la duda les consumía.


Acabadas las oraciones, se acordaría que el entierro sería al día siguiente, por lo que los vecinos volverían a casa, ninguno con la respuesta en la boca. Todos arribando al edificio, subieron hasta el segundo piso donde se colocaron uno a uno delante de la puerta del número seis, algunos más emocionados que otros. Allí estaría el recipiente de cuatro litros de crema que ahora servía de florero. Andrea Rosario, que era la más intrigada de todos y con aprobación colectiva se apresuro a tomar la flor por el tallo y arrancarla sin piedad de la tierra húmeda que la sujetaba.


Qué sorpresa se llevarían todos los vecinos pues, la flor en verdad era una artesanía de plástico y pétalos de silicón. Sin raíz y sin vida, como todo lo que ahora habitaba en el número seis de Las Acacias.

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