Hielos.
- Edgar
- 18 sept 2018
- 5 Min. de lectura

Recuerdo que en mis tiempos de lucidez solía alegar a mi madre que las mariposas amarillas posando en mi ventana eran augurios de muerte. Sin embargo, ella con desdén siempre corregía diciendo que solo se trataba del inicio de la primavera aquí en el monte. Algo tuvo que haber relacionado ella cuando se enteró de un gato color mostaza ahogado en nuestro pozo, pero, simplemente, decidió olvidar a las mariposas y creer que era coincidencia aquel funesto evento.
En otra ocasión, el humo que expedía una de sus cacerolas cuando tostaba pepitas tenía un poderoso color negro y un peculiar olor a chiles. Yo le advertí sobre las premoniciones que esto representaba, pero ella solo decidió decir que se debía al aceite viejo y al cochambre del trasto. Esa misma tarde, después de una tremenda ventisca, tres zopilotes tiesos se habían tendido para morir justo frente la fachada de mi vieja casa. Ni sus cuerpos petrificados, ni sus pieles enmohecidas, ni su plumaje desperdigado por la piedrecitas de la calzada la habían sorprendido tanto como el hecho de que la tríada de cadáveres carecía de globos oculares. Pues estos reventados, creaban una pasta amarillenta que cubría desde el pico hasta la mollera y sus lenguas anudadas.
Mi madre, una mujer devota y trasnochada, acudía todos los domingos a la pequeña capilla instalada en las faldas del cerro en que residía el pueblo. Un enorme Cristo sangrante resguardaba aquel recinto divino cuyas vigas de madera se pudrían por el tiempo y la vejez. Semana tras semana concurrían allí cientos de personas en busca de consuelo y por temor a Dios. Una mañana de fiesta, cálida y húmeda, de aquellas que hervían al cuerpo en sus propios jugos, mi madre fue la única en besar los pies de San Judas y dejar el diezmo. Le expliqué entonces, que, hasta Jesús comprendía que la muerte la seguía y tenía cuentas que saldar con ella. En su terrible terquedad, mi madre simplemente dijo que, hoy día, quedan muy pocos fieles que se atreven a forzar el cuerpo y dibujarse llagas en la piel en 'Nombre de Dios'.
Al día siguiente, un viejo buey de carga sería devorado por las aves de carroña y sus restos viscerales, rojos y amarillentos, sus médulas y huesos de blancos pútridos, yacerían esparcidos por todo el herrumbroso callejón que conducía mi casa al resto del vecindario.
El pueblo era pequeño. Antes de los ingenios de azúcar, simulaba una mota difuminable en el mapa. La gente solía nacer allí e irse apenas podía, para luego regresar cuando la vida se le iba acabando. Una vieja dama de remedios caseros y menudencias místicas me dijo una vez “que aquel que pisase este pueblo, queriendo revivir con nostalgia la jarana del pasado, estaba condenado a ser consumido por los gruesos gusanos que habitaban la carbonizada tierra del lugar. Que el incauto que gozase, de nuevo, el cálido aire impregnado de azúcar de este arrabal cañero alimentaría a los gallinazos y a las raíces de sus árboles”.
Un fin de semana, en plena canícula, llegaría uno de los once hermanos de mi madre al pueblo. Antes de que naciese su primer hijo, este debía parlotear a todo habitante de su suerte y recoger un ramito de aquel árbol de tres especias que a su esposa tanto ilusionaba en la niñez. Recordando aquel dicho de la ermitaña bruja, le conté a mi madre sobre el peligro de mi tío, sin embargo, ella con tono absurdo me exhortó a dejarme de ridiculeces. En la madrugada mientras bajaba el cerro, un joven José Luis fue emboscado por cuatreros y asesinado por 21 balazos. Sus carnes achicharradas por la pólvora, la sangre marrón cubierta de polvo y lombrices, quedaron tendidas impregnadas por el inigualable olor de la mezcla de canela, orégano y pimienta.
Mi madre fue la que recogió, lavó y vistió el helado cuerpo de mi difunto pariente. Y aún así, creía que cada oráculo que yo hacía solo alimentaba estúpidas creencias que me alejaban del 'Camino del Señor'.
Luego de las protestas de los cañeros por la privatización de los ingenios, mi madre había visto un cuervo salir de una chimenea de las fábricas, ahora abandonados, pararse en la cornisa y mirarla directamente a los ojos. Ella, aterrado por su penetrante mirada color zafiro, lo había ahuyentado mientras le maldecía con su gastada voz nasal. Sería la última vez que le insistía que el óbito era un visitante cotidiano en nuestra casa. Ella ingenuamente interpretaba las cosas como coincidencias o por sucesos de azar. Fruto de mi insistencia, mandó hacerme una limpia profunda, con huevo y hierba santa. Los inciensos quemaron mis fosas nasales a tal punto de no poder volver a percibir el olor de la putrefacción; y endurecieron mis lagrimales privándome de las saladas lágrimas que reconfortaban el llanto y remplazándolas por finas piedras de color carmesí. Desde entonces, todo lo que con mis casi muertos ojos alcanzaba ver tenía una peculiar aura negra que lo rodeaba en contornos. Como una sombra que abrazaba cada objeto y lo acosaba en eterno castigo.
En el crepúsculo del día siguiente, la hija de nuestro vecino por accidente recibiría una bala de escopeta en el cráneo, después de dejar caer el arma de la cabecera de la cama. Sus sesos y parte de la calavera decorarían las paredes de yeso con una composición casi perfecta, exacta y precisa. Se podía, incluso replicar el rostro de la muchacha en aquella mancha de deceso permanente en el mural.
En el velorio, mi madre me culparía de la muerte de aquella niña, pues alegaba que dentro mío había algo que condenaba a la gente a muerte. Nunca más volvería a hablar con mi madre acerca de aquella extraña enemiga que sin duda nos perseguía.
Durante una mañana nublada, los cúmulos negros presagiaban una lluvia nunca antes vista en Motzorongo. Mi madre insistía en tener calor, pues el aire húmedo se acumulaba en la casa y la hacía sudar a cántaros. Se sirvió agua de la oxidada llave y abrió la nevera en busca de algo con lo que calmar su bochorno. Para su sorpresa había hielos en las paredes del congelado cajón. Ella sorprendida exclamó con vil sarcasmo: “Esto sí es un augurio de muerte”.
Tomó el agua y los hielos permanecieron allí, sin derretirse. La tormenta cayó estruendosa y, con granizo, bombardeo todo el pueblo quebrando techos y destruyendo ventanas. Inundado calles y ahogando alimañas. A la mañana siguiente mi madre amanecería con la piel azul, con los ojos afuera de sus cuencas y la mandíbula quebrada de tanto bramar. Fría como el par de hielos que permanecieron en su vaso durante toda la noche hasta el amanecer.
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