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El desnudo.

  • Edgar
  • 3 oct 2018
  • 2 Min. de lectura

Diana está desnuda. Posando sobre las camas de musgo marrón que se forman compuestas, por encima de las milenarias rocas talladas por el preciso viento agudo de los alientos de la atmósfera romántica de la anciana tierra.

Diana, que recostada, la abrazan las luces naranjas de once soles que, posando sobre ella, escuecen su tersa piel y la cubren de costras amarillentas y aromas exquisitos, provocadores de hombres y bestias.

Diana, cuyos nudos en la carne son causa de furor en el espectador indignado que aterrado corre por entre las curvas sus ojos cual vehículo viajando por montañas y barrancos mortales.

Cuyos dedos apuntan a Diana, cuales saetas venenosas que buscan los muslos de una vil alimaña para intoxicar su sangre y despojarla de cualquier aliento de vida que quepa en ella.

Diana, cuyo pubis rojizo y enmarañado aborrecen las damas de vestidos de telas crespas y enrizadas. Diana, cuya capa de cabellos cubre su delicada piel rosada de las lastimeras lenguas de los perros que saborean sus jugos y mascan sus grasas.

Diana, que en cuanto libido íntimo exige liberarse, tira sus prendas por la borda del navío, perdiéndose entre los mares infinitos, cuyo oleaje, como garras, las despedaza una a una en trizas de cueros y carroña.

Diana, cuyo cuerpo húmedo por la calidez de su propia pasión, expide el perfume de las sábanas que la contienen y las flores que entre su pelvis y axilas guardan la fragancia que domina la barbarie de cualquier hombre y la disuelve en incontinente fuerza animal.

Diana, cuya figura imperfecta ofende los corazones de la chusma acusadora y a la vez, en intimidad, ruboriza a quienes le escupen improperio y maleficios. Diana, que hace que los hombres suden entre mantos nocturnos, y que las mujeres se ahoguen con sus propias lenguas.

Diana, que, sin manos o pies, flota entre las aguas heladas de la laguna de la soledad y brilla cual luciérnaga entre la perpetua oscuridad. Diana, cuyos senos desinflados arrastran las tempestades pulmonares y las corrientes sanguíneas de aquellos que con mirada persiguen su silueta. Diana, cuya muerte fue entre lápidas de granito, que mallugaron sus músculos y rompieron sus huesos. Cuyo embrujo fue posar desnuda para el sol y cantar su cuerpo entre notas graves por los aires que recitan su inusual melodía.

Diana, cuyo cadáver desvestido aún posa frío sobre las piedras milenarias, despojadas de los musgos y bendecidas con la efigie de la santidad satanizada.

Diana, que de su ombligo brotaron manglares; que de su pubis nacieron hombres; que de sus ojos comieron orugas para hacerse mariposas; que de sus cabellos emergieron enormes ríos y de sus piernas montes y praderas.

Diana, cuya carne se hizo sexo y luego tierra y al final, simplemente, un recuerdo furioso de la desnudez.

Diana, deidad griega, pintada en acuarelas.

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