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A Mussolini nadie le lloró.

  • Obvio Yo
  • 28 dic 2018
  • 3 Min. de lectura

A finales de la Segunda Guerra Mundial “El Poderío del Pueblo” se hizo notar en Italia, cuando los cuerpos de Mussolini y sus más cercanos colgaban en Milán como piezas de jamón en una carnicería de quinta.

Luego de matarlos a palos y arrastrarlos por las piedras cual trofeo de casa, los italianos celebraban, con porras extasiadas, la muerte “Del Líder” (Il Duce) que amordazó la patria romana por duros catorce años.

Para los comunistas, y el resto del mundo, la muerte de Mussolini fue un triunfo más para la liberación de los pueblos de Europa, y no se les puede negar en lo absoluto, pues los fascistas encañonaron al continente y lo sentaron en un silla, escondida en el sótano, y sin ninguna posibilidad de hablar. No digo que no lo sea.

A cuantos italianos irritados no molesto Mussolini con la soberbia y despotismo que figuraba delante de los parlantes siempre que daba un discurso sobre los feroces “avances” del fascismo en el mundo.

Y sin embargo, el 29 de abril de 1945, se creía que había muerto el dictador junto a su amante, y con ellos los últimos vestigios de lo que en su tiempo fue el arma más peligrosa que Europa pudo poseer: la del fascismo.

Es curioso, pues Europa fue muy correctiva con ello; a diferencia del comunismo –igual de asesino- al fascismo se le eliminó. La imagen de aquellas águilas victoriosas, cuyas alas expandían en los uniformes beige de la milicia, volaron lejos y nunca se volvieron a ver. Las erguidas manos respetuosas fueron apagadas por el Síndrome de la Libertad Forzosa. Al fascismo se le consumió en el fuego de la historia y creíamos todos estar a salvo de él.

A aquel que se le pareciera a Mussolini se le temía, se le señalaba y se le hundía en la misma fosa que resguardó los cadáveres mallugados de cada dictador que se derrocó. Los fascistas sí perduraron, pero todos fueron eliminados; desde Europa hasta Argentina. Se deseaba ver la sangre del fascista correr por entre las calles que su misma suela profanó; que los pobres ciudadanos pudieran tomar venganza furiosa hacia aquellos que por tanto tiempo se vanagloriaban en el poder y pisoteaban las hierbas que crecían en las calles, como naciente esperanza y fe.

Cuando un dictador moría nadie le lloraba, las pocas lágrimas que a su tumba acariciaban eran de felicidad perpetua, gotas que celebraban la finitud del secuestrador de voluntades, del asesino de esperanzas, del gozoso de poder.

Nunca se defendía a la imagen de un fascista muerto, aquellos que aún luchaban por el legado del dictador, corrían suertes similares a las que el derrocado.

A los reyes autoritarios se les decapitada, a los crueles dictadores se les fusilaba. Y aún en nuestros tiempos, fascistas mueren y por fin las cadenas de sus prisioneros se rompen.

Y por primera vez he visto, que los secuestrados, hayan defendido a sus secuestradores, que los extrañen, que los añoren, que los alaben y les halaguen como deidades, seres que nunca se volverán a repetir. Un Síndrome de Estocolmo masivo, que entristece no solo a uno, sino a miles.

¿Una madre cuyo hijo fue muerto en la batalla, no debe celebrar la muerte del asesino que le arrebato al fruto de su vientre? ¿Un granjero no debe alegrarse porque se derrocó al que quemó sus pastos y mató su desnutrido ganado? ¿Un maestro no debe conmemorar que el cuerpo de aquel que le golpeó ahora se achicharre junto a de sus cómplices?

A Mussolini nunca nadie le lloró. ¿Qué cambio ocho décadas después? ¿Por qué se le devuelve la humanidad a aquellos que nos la han arrebatado? ¿Qué no decía el viejo dicho, que al que espada mataba, a espada moría?

Recuérdenmelo, porque ahora me aterra, que si ahora Mussolini volviera a morir, ya no se le repudie, sino que se le vele con solemnidad y se le construya una estatua.

En 1867 se escribió esta popular canción. ¿Quién diría que estaríamos cantando, incorrectamente, el coro desde entonces?


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