¿Para qué amarte?
- Edgar Alcántara
- 20 mar 2021
- 4 Min. de lectura
Aquí va tu nombre

Cuando estoy en desolación me pregunto si ha valido la pena amarte. Deja de lado lo cursi, el planteamiento es serio. Forzosamente necesito la respuesta; la que me dice si después de tanto esfuerzo recibí algo que lo compensara todo. Desde el punto de visto ajeno la razón es que no. En lo particular eso es vergonzoso, no por lo ajeno sino por lo propio. Imagina cuanta gente sube una gran montaña sabiendo que nunca jamás su cuerpo volverá a disfrutar de los placeres de los valles y las laderas. Eso es humillante, caminar por voluntad propia hacia la muerte, sin recibir nada a cambio.
Muchos dirían que la muerte es el premio. Vaya absurdo; vivir no es tan malo, no lo suficiente como para creer que morir es nuestra recompensa. ¿Y qué si amar es como morir? Y amarte habría sido mi muerte. Tanto anhelaba tus caricias, que cuando no las tuve lo único que me quedaba eran mis sentimientos. Como un alhajero en el que guardas piedras y esclavas, que nunca usas, pero son tan preciadas. Al final, cuando no me amaste, mi premio fue que yo a ti sí.
Siempre he dicho que uno ama indiscriminadamente, que lo hace sin esperar nada a cambio. Porque yo escogí amarte no puedo esperar que me ames de vuelta. Imagínate un momento haber vivido así, que tan miserable me sentí entregándote mi corazón a cambio de la frívola sensación de estar haciendo lo correcto. Como convocar a un estandarte, como dar lucha sin cuartel, como el infinito vuelo del vencejo. El vacío del estómago que no era, sino, falta de agallas por dejarte de lado.
Uno siempre desea a la certidumbre, nadie quiere dar un paso en falso. Generalmente esas son nuestras presiones, no querer resquebrajar el fino hielo por el cual caminamos. Caer al congelado arroyo es más que una analogía atractiva; nuestras piernas se enfrían de terror cuando te das cuenta que fallaste. ¿Qué tan dispuesto está a fallar alguien? ¿Qué tanto estás listo para entregar a cambio de tus errores? Muchos saldan con sus vidas; yo con mi corazón.
Que después de todo no es tan diferente. Perder tu corazón es algo importante, te comprime el alma y marca una frontera allí donde no la había. El cielo es la definición de infinito, porque no importa desde donde lo veas, siempre sabes que detrás de ese profundo negro hay muchas más cosas. Por eso me aterraban los espejos, porque cuando los veía me topaba de frente con aquel vació celestial. Que podría ser el Universo, que podría ser Dios, que podría ser Yo Mismo.
Y cuando en tus ojos no ves sino oscuridad, es cuando te das cuenta que tu vida está terminada; que tu cuerpo no es más que carne en putrefacción, que tu cabello y tus labios se secan porque no hay vida que los sustente. Me la quitaste después de todo. Pero de nada te culpo, creo que a uno le quitan lo que estaba prevenido a perder. Qué débil se siente aquel soldado al que le quitan su gran escudo, porque no hay lanza o espada que le proteja para siempre de esa muerte violenta que busca su omoplato.
Qué sentirá aquel que es muerto por su ser amado. Me encantaría saberlo, me encantaría que me lo contaran, que pudiendo hablar con aquellas almas traicionadas, encontrara el consuelo que en vida no he hallado con nadie. Nadie ha sufrido lo suficiente; todos siempre ven hacia adelante. Pero es que todos tienen un porvenir. Cuando te enteras que el infinito es más bien una pared muy alta imposible de saltar, y también muy larga -imposible de rodear-. No te queda sino desear no moverte, ni un poco más, de donde estás parado.
Recuerdo cuando te escribía versos con tanta facilidad. Es que te amaba. Ahora cada palabra que escribo es con dolor; dolor con ritmo, dolor que rima. Dolor que cantas, que se vuelve melodía, que gozas y que bailas. Y que no recuerdas jamás. Nos hemos acostumbrado a disfrutar el llanto ajeno. Podrías pensar que esos poemas eran todos tuyos, pero para cada verso hay una estrella. Eso también es infinitud.
Si un día me juzgasen, sin duda mi hado sería una ejecución. Porque merezco que arranquen mi cabeza como arrancaste mi corazón. Porque sí he cometido pecados, crímenes y delitos. Las decisiones que he tomado son todas malas, pero son mis decisiones y no puedo sino sentirme orgulloso de ellas; porque son mías, porque las hice yo, porque son la prueba clara de que soy dueño de mi propio destino.
¿Entonces por qué amarte? Pues por nada, porque no hay nada a cambio, no hay victoria o recompensa, que justifique alguna vez entregarme a tanto. Si bien, lo que merezco es la burla de las muchedumbres, que me señalen como adefesio. Que mi fortuna sea la misma del que roba las limosnas en una Iglesia. Del que engaña a su propia madre, del que miente con una sonrisa en la cara. Hay culpas de las que nunca te libras, con las que aprendes a vivir. Te haces amigo de ese vacío en el estómago que no te deja dormir por las noches, del dolor en las mañanas por no haber descansado.
He escogido amarte y no hay motivo para ello, simplemente has ocurrido en mi vida, como el polvo en los viejos libros, el sarro en la vidriería, el moho en la comida. Como la humedad en las paredes, te has colado poco a poco y no tuve remedio sino enamorarme. Eres la consecuencia que tanto esperaba, eres la certidumbre que tanto anhelaba; porque si algo me es seguro por el resto de mi vida, es que mis entrañas jamás abandonaran ese éxtasis tan cercano al infinito, que producen cuando te escuchan decirme: “te amo”.
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