Si yo pudiese...
- Edgar Alcántara
- 18 dic 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 27 dic 2020

¡Ay, si yo pudiese vivir en mi mente! Allí dentro las cosas son singularmente menos complicadas. Tendría la capacidad, sin dudarlo ni un segundo, de convivir eternamente con aquellos sueños de los que me he enamorado; de aquellas historias con las que he amanecido en un éxtasis de felicidad, y luego nostalgia. Si yo pudiera vivir en mi mente, de seguro ahí estaría ella; aquella muchacha solitaria, amigable, sensible, tierna y ligeramente desdichada que me contaría, apenas conocerme, que no había un solo ser humano que la apreciara. Si yo pudiese vivir en mi mente, repetiría ese abrazo tan apretado que, entre lágrimas, ella me dio implorando que nunca la abandonara; volvería a sentir esa enorme necesidad entre sus brazos, ese sollozo sobre mi pecho, esa voz inquietante. Si yo pudiese vivir en mi mente, nunca me hubiese ido, la habría llevado conmigo entre mis sueños, entre mis pesadillas, entre mis divagaciones, entre mis escenarios ficticios, entre mis mentiras bien planeadas, entre mi espontaneidad, por sobre mi realidad. En cambio, me fui, la dejé allí sola. Me necesitaba y yo me fui.
No sé su nombre. Iba en una excursión. Un momento particularmente espontáneo. Bajábamos -éramos muchos- por una gruta infinitamente profunda. Unas escaleras en espiral que nos llevaban a lo más oscuro de nuestro mundo. Yo estaba incómodo; era de esos sueños en los que aparecen aleatoriamente personajes indeseables de tu pasado, viejos enemigos. Miedo había, eso sin duda, y yo estaba solo. Pensaba que quizá era mejor idea regresar por donde había venido, volver a recorrer ese caracol ascendente hasta donde me volviera a tocar la luz del imaginario Sol. Me sentía como el agua de la cascada que corre hacía arriba. Fluía, simplemente escapaba: huía.
Y me la topé, era como yo, subía tan rápido como yo lo hacía: era mi sueño. La atrapé con la mirada, era más bajita que yo, con una larga peluca negra, delgada y de piel tan blanca como mi imaginación me lo permitiera. Iba llorando, herida, corriendo lejos de esos viejos personajes que yo, accidentalmente, coloqué en mi sueño. Los puse allí para que la lastimaran, para que ella me buscara. En nuestros sueños somos todos los héroes del cuento. Así que me buscó, yo fui tras ella. Si yo pudiese vivir en mi mente le habría preguntado su nombre, así tal vez me la podría volver a encontrar.
La acompañé por las escaleras, pero cada piso, cada nuevo escalón, era distinto a cuando íbamos bajando. De hecho, se asemejaba mucho a mi vieja preparatoria, a sus antiguos salones fríos, a su oscuridad de día, a su resonante profundidad. En realidad, era perturbador, me sentía incómodo subiendo, tanto que preferiría regresar abajo, pero ella seguía. Seguía a pesar de que mi terror se manifestaba en ella. Ninguno paraba, continuábamos por esa subida casi maligna, como si el diablo, tan hermoso como lo conozco, me llamase desde el origen.
Las cosas no eran tan malas a pesar de todo, ella y yo hablábamos. Si me pongo a reflexionar éramos muy similares, me gustaba cada interacción con ella. Era una mujer muy agradable, realmente una excelente compañía. Comencé a amarla, allí y de repente. Si yo pudiese vivir en mi mente me habría quedado para siempre. Y se lo dije; y luego ella me lo dijo: “aquí la gente es mala conmigo, aquí yo soy miserable. Por favor, nunca te vayas”. Y me abrazó. Un abrazo inenarrable. Si pudiese usar la palabra “inefable” correctamente, quizá sería en este contexto. No la quería soltar, no la quería dejar allí, sola. Me necesitaba con ella. Por sobre todas las cosas, si yo pudiese vivir en mis sueños, sería porque cambie de lugar con ella. Yo me quedaría en aquel mundo horrible, yo cargaría con su tristeza, yo subiría sola las escaleras infinitas.
Pero desperté, y regresé a mi mundo. Aún no llegaba el alba, aún ladraban los perros, cantaban los gatos, sonaba el singular susurro del viento de noche. Veía al techo, con mis ojos averiados: había roto una promesa, un juramento que le hice a la persona más dulce que yo mismo me di la oportunidad de conocer. La hice desaparecer. Mi torpe mente me la quitó y nunca más ha vuelto. Por más que lo intento, por más que cada noche imagino con furia aquel cruel abrazo jamás vuelve.
A veces, cuando la recuerdo, me siento como ella, me siento necesitado, deseo ese inmisericorde abrazo, sollozo el azar de una mujer de la cual nunca supe su nombre, que solo conocí un fugaz momento, que ni siquiera existió. Y de nuevo estoy en ese espiral infinito, sin embargo, estoy solo. Subiendo escalones mientras soy odiado por mis propios pensamientos, mis fantasmas ficticios. Deseando el recuerdo de un recuerdo, el sueño de un sueño, el abrazo que no fue abrazo.
No sé qué es lo que me hace sentir así. Quizá la que me abandonó fue ella. Porque ahora yo la necesito, quiero volver a verla, quiero tocarla, abrazarla, que esté allí conmigo. Me falta ella, no yo a ella. Quizá es que ella soy yo, es mi propio grito de auxilio, ese fue mi momento de enterarme que necesito ayuda. Quizá nunca abandoné el sueño, permanecí en esa espiral infinita, pero ya no junto a ella. Sea lo que sea. Por un momento, tan efímero y pasajero, estuve frente a ella y le di un abrazo. Uno solo; yo fui feliz.
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